Estaba engullendo una bolsa de ganchitos cuando recibí su mensaje de móvil. Hice como que el dolor no iba conmigo, seguí engullendo, pero sentí una punzada en el estómago pues el dolor era enorme. Después vinieron las lágrimas. Una detrás de otra. Como regueros. Saladas, como los ganchitos que seguía achuchando dentro de mi boca. La poca gente que había en esa zona apartada del aeropuerto me observaba con curiosidad. En ese preciso instante sentí una inmensa pena de mi misma. Entre hipitos contenidos y secándome las lágrimas me dije, esto no puede seguir así.
Después me dirigí al lavabo con la estúpida idea, al igual que muchas otras veces, acerca de que si me ponía a llorar a moco tendido como una loca y extraía todo el dolor sentido en ese preciso instante conseguiría olvidar, superar aquello. Otra vez más, y en una misma tarde, otro craso error.
Tras haber berreado, pataleado, haberme colapsado los ojos de lágrimas y la nariz de mocos salí a la parada del autobús como si nada hubiera pasado. Pero mi cara era un poema. Un extranjero alemán hablándome en inglés me hacía preguntas, fue interesante la conversación. Pero yo estaba tan ausente, tan encerrada en mi misma, con tan pocas ganas de hacer amigos…
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